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GRIS
Darío
era un hombre meticuloso y en un día lluvioso como aquel nunca hubiera osado
salir a la calle sin paraguas, así que con el gesto torcido ahogó su mirada verrugosa
en el interior de la ancha boca del paragüero, por si aquella mañana se le
había ocurrido engullir paraguas naranjas para desayunar. Pero no halló rastro
de él.
Darío
giró sobre sus pies con movimientos ajados en una lenta rueda de reconocimiento
del vestíbulo, sin perder el gesto contrariado y entreverando los párpados, en
un afán de buscar alguien, algo, que le diera una pista sobre el paradero de su
paraguas. Era sábado y temprano, apenas había movimiento en la biblioteca, y
sólo descubrió al ordenanza tras el recibidor, con gesto displicente y absorto
en la lectura del periódico.
Tras
mirarlo un momento, y dudando si molestarlo para preguntar por su paraguas
naranja, echó la vista a través de los ventanales de la entrada. La lluvia, que
desde la madrugada apenas si había concedido pequeñas treguas, estampaba sobre
los cristales gotas de agua que resbalaban suicidas en carreras fulminantes.
Absorto un instante en las lágrimas del cristal, se disgustó ante la idea de
mojarse. Era propenso a los catarros, pero peor sería tener que aguantar la
bronca de su mujer si llegaba a casa calado y escuchar una de sus cansinas
frases: “Ya eres muy viejo para andar haciéndote el valiente por ahí.”
Permaneció
inmóvil en medio de la entrada, inmerso en la acuática ensoñación de la lluvia,
hasta que las sonrisas cómplices de una joven pareja que pasaba junto a él lo
devolvieron a la realidad. Ella cerraba un paraguas de plástico transparente y en
la acción descuidada de introducirlo en el paragüero rozó el sombrero que colgaba
del paraguas gris, provocando su caída al suelo. Pero los dos jóvenes, que
seguían con sus juegos de enamorados, no repararon en ello.
"Esta
juventud…" dijo Darío en un inaudible refunfuño mientras doblaba con
esfuerzo la columna para recoger el sombrero. Cuando lo tuvo en las manos no
pudo evitar fijarse en él. Era un bonito sombrero de fieltro color ceniza,
orlado con cinta negra. Lo contempló unos segundos mientras libraba un combate interior
contra una lejana fuerza que insistía en que se lo pusiera en la cabeza, hasta
que el escandaloso estornudo del conserje le asustó e indirectamente le forzó a
devolverlo a la empuñadura del paraguas.
Seguía
lloviendo. Miró hacia los lados sutilmente mientras rumiaba la idea de robar uno
de los paraguas. “Ojo por ojo…”, musitó Darío convenciéndose. La pareja se
había perdido en las escaleras que conducían a la sala de préstamos y el ordenanza
seguía inmerso en la lectura del diario.
Miró
el paragüero y a los dos paraguas. Se tomó unos segundos. Tranquilizó los
nervios y se armó de valor. Le dio fuerzas pensar que no iba a cometer un robo,
que solamente vengaba el hurto de su paraguas naranja. Además aquella extraña
fuerza de coger el sombrero seguía viva en su mente. Fue pensar de nuevo en la
regañina de su mujer el impulso final para decidirse.
Escogió
el paraguas gris.
Era
de cuadros escoceses dibujados con diferentes tonos de gris.
Pensó
que era más acorde a su gris edad y gris vestimenta.
Además,
traía aparejado el regalo de un precioso sombrero.
Y
tampoco quería que se mojara la chica del paraguas transparente, a pesar de ser
una descuidada.
Ajustó
bajo el sobaco el libro que recién había sacado en préstamo, cogió el sombrero
con disimulo y se lo colocó en la cabeza con naturalidad, como si lo hubiera
hecho toda la vida. Acto seguido, con cierto descaro, extrajo de un tirón el
paraguas gris del paragüero. Volvió a mirar a su alrededor. Observó, como lo
haría con una pintura, la estampa inamovible del ordenanza, que seguía leyendo
en la misma posición y con el mismo gesto evadido y apático.
Darío
respiró aliviado. Parecía que no se había dado cuenta de la fechoría. Al
dirigirse a la salida se contempló en el reflejo cristalino de la puerta. Se
gustó. Sombrero y paraguas combinaban con el gabán gris que vestía.
Una
vez en la calle, abrió el paraguas y subió los largos cuellos del gabán en un
gesto de protegerse del frío ambiente. La lluvia amainaba y había cedido a un vendaval.
Un fuerte soplo que, al doblar Darío la esquina del edificio de la biblioteca, le
arrancó sin tapujos el sombrero de su cabeza canosa, volándolo varios metros
hacia delante.
Darío no
se percató del lance. Caminaba cabizbajo bajo la defensa del paraguas,
ensimismado con la dulce imagen de la pareja enamorada que se había topado en
la biblioteca. Una estampa que no envidiaba, más bien añoraba.
Él
ya había pasado por aquella etapa de su vida, pero había trascurrido tanto
tiempo que al tragar saliva bajó por su garganta el amargor de la vejez, de la
vida extinta y la certeza de que el amor de la joven pareja nada tenía que ver ya
con el que se profesaban él y su esposa: un viejo que chocheaba y una mujer con
una prótesis en la rodilla derecha que apenas la dejaba caminar y la habían
convertido en el paradigma de la persona cascarrabias.
Se
asomó a la realidad cuando sus cortos pasos de anciano toparon de nuevo con el
sombrero. Lo observó como si lo viera por primera vez. Lo atrajo de nuevo su
elegancia. Al recogerlo del suelo lo zarandeó en ademán de limpiarlo. Se lo
puso en la cabeza y se contempló en el reflejo del escaparate que tenía frente
a él. Se gustó. El color gris del sombrero combinaba a la perfección con paraguas
y abrigo. Y en el gesto coqueto de pasar los dedos por el fino fieltro sintió otra
vez la fuerza interior que le incitaba a llevarse el sombrero.
Esta
vez no hubo remilgos, ni zarandajas éticas. El viejo Darío echó un vistazo a su
alrededor y al no ver a nadie que reclamara la prenda la ajustó a la forma de
su cabeza y ladeó un poco hacia la derecha. Bajo
el ala del sombrero fulguró una fugaz y pícara sonrisa.
Pero
al mirar a ambos lados de la calle vacía le asaltó la duda sobre la dirección
que llevaba antes de recoger el sombrero. Preguntó a su frágil memoria, pero no
halló una respuesta convincente.
El
libro en la mano le dio una falsa pista. Siendo lógico, pensó que se dirigía a
la biblioteca a devolverlo. Le agradó la idea. Allí estaría protegido del
tiempo desapacible y podría sacar otro libro. Leyó el título del que tenía en
sus manos: "El hombre de San Petersburgo” de Ken Follet y se inquietó al
no acordarse del argumento, al regresar a la mente la silenciosa voz de su
mujer en otra de sus cantinelas: "Darío, te olvidas de las cosas con
facilidad…, un día de estos vas a perder la cabeza".
Darío
se encaminó a la biblioteca sin darse cuenta de que retrocedía sobre sus pasos.
Entró y dejó el paraguas en el paragüero del recibidor (junto a un paraguas
transparente). Decidió dejar el sombrero, algo húmedo, sobre la empuñadura. Por
un momento tuvo la certeza de que la figura estática del ordenanza leyendo el
periódico la había visto antes. Se encogió de hombros. Quizás un “dejavú” o
seguramente el hombre tenía la costumbre de leer concienzudamente el periódico todas
las mañanas.
En
la sala de préstamos no reparó en que la sonrisa siempre amable de la
bibliotecaria se desdibujó bajo un mohín de asombro cuando le entregó el libro.
No entendió por qué la mujer se encogía de hombros, ni tampoco su mente olvidadiza
supo informarle que fue ella quien le había prestado aquel libro un cuarto de
hora antes. Dio la espalda a la bibliotecaria cuando esta esbozaba una mueca de
compasión y pensaba en lo difícil que es envejecer.
Darío
merodeó por los cortos pasillos que dibujaban las decenas de estanterías
buscando sin criterio algún libro para llevarse. De repente, como la
inspiración que llega al poeta, su memoria evocó las palabras que le dijo su
mujer cuando se disponía a salir de casa, en el justo momento en el que se
había colocado el sombrero de fieltro gris y cinta negra.
“Tráeme
algo de Ken Follet”, había voceado ella desde el salón. Y él respondió con un
“vale” desvanecido, mientras decidía si llevarse el paraguas naranja o el de cuadros
escoceses con tonos grises.
Darío no recordaba más
de aquella conversación, pero fue su mujer la que le recomendó coger el
paraguas gris. “Hombre tenías que ser ¿no ves que combina con el gabán que te
has puesto?”, le había recriminado ella en el tono hiriente de sus continuas
regañinas. Darío, en un acto de defender su indecisión, le había contestado que
le gustaba el naranja, que siempre había sido su color favorito. A lo que su
mujer, tras caminar con esfuerzo hasta el pasillo e incrustarle el paraguas
gris contra el pecho, le objetó: “el naranja es un color para jóvenes y tú ya
no lo eres”.
El
viejo Darío extrajo de un estante la obra “La clave está en Rebeca”. Miró la
foto del escritor impresa en la contraportada del libro. Decía su mujer que era
muy guapo, que se parecía al neurólogo que lo trataba, aunque él, sinceramente,
no le veía ningún parecido.
“Que
tenga buen día”, dijo la bibliotecaria tras sellarle el libro. “Otra vez”, sentenció
luego sin evitar una sonrisa jocosa.
El
viejo replicó a la mujer con un gesto amable en el rostro que no ocultaba
el desconcierto en la mirada. “¿Otra vez?”, se preguntó. Y, sin llegar a ninguna
conclusión, esbozó una sonrisa tímida que instaló en los labios hasta llegar al
vestíbulo donde una joven pareja recogía un paraguas de plástico transparente.
Y
allí, el visaje sonriente de Darío tornó en preocupación.
En
los paragüeros sólo había un paraguas gris, de cuya empuñadura pendía un bonito
sombrero.
Miró
al ordenanza extrañado.
Habría
jurado que salió de casa con su paraguas naranja.
Entiendo que tengas varios premios literarios en tu haber. Sigue otorgando categoría a la comunidad literaria. Un abrazo,
ResponderEliminarJavier Angulo